En un reino soleado, rodeado de olivos y viñas, gobernaba el Rey Pedro, un hombre de sonrisa fácil y palabras dulces, conocido por su habilidad para brillar bajo el sol sin que una sola mancha tocara su manto. Su corte, sin embargo, era un tapiz de murmullos y sombras, donde los escándalos danzaban como espectros en un banquete eterno.
Érase una vez que el Rey Pedro, desde su trono en un palacio de cristal, proclamaba su reino como un faro de virtud. «¡Miradme!», decía, alzando las manos al cielo, «mi corazón es puro, mi camino recto». Y el pueblo, deslumbrado por su carisma, asentía, aunque en las tabernas y plazas susurraban historias distintas.
A su alrededor, los cortesanos tropezaban uno tras otro. Su esposa, la Reina Begoña, fue señalada por los mercaderes por tratos oscuros con monedas y favores. Los escribas contaban que sus cartas comerciales olían a privilegios indebidos. Los consejeros reales, desde el fiel Ábalos hasta el astuto Koldo, cayeron en redes de máscaras y contratos turbios, donde el oro cambiaba de manos bajo la mesa. Incluso los guardianes de las arcas, como el tesorero Montero, fueron atrapados en rumores de fortunas mal habidas. Y, sin embargo, el Rey Pedro permanecía inmaculado, como si un hechizo lo protegiera de la mugre que salpicaba a todos los demás.
Los animales del bosque, siempre atentos, observaban con asombro. El zorro, astuto y desconfiado, gruñía: «¿Cómo es posible que todos los que caminan con el Rey se enloden, pero él siempre salga limpio?». La lechuza, sabia y de ojos penetrantes, ululaba: «Tal vez el Rey sea un espejo que refleja la luz, pero no la sombra. O tal vez sepa danzar entre las trampas sin dejar huella». El ratón, más pragmático, simplemente se encogía de hombros: «No importa si es magia o astucia, mientras el Rey sonría, el reino aplaudirá».
Un día, un cuervo llegó volando desde tierras lejanas, portando en su pico un pergamino sellado. En él, los escribas de un reino vecino contaban que los datos del Rey —su nombre, su morada— habían sido robados por sombras digitales, junto con los de otros nobles. Pero, curiosamente, mientras los cortesanos temblaban ante la exposición, el Rey Pedro solo alzó una ceja y dijo: «Que investiguen los guardias, yo nada temo». Y así, mientras las sombras se cernían sobre su corte, él seguía brillando, intocable, como si la corrupción fuera un río que nunca mojaba sus pies.
El pueblo, dividido, seguía mirando. Algunos veían en el Rey a un líder bendecido por la fortuna; otros, a un ilusionista que dominaba el arte de desviar la mirada. La lechuza, desde su rama, susurró una última verdad: «En este reino, la pureza del Rey no se mide por la ausencia de sombras, sino por su habilidad para hacer que todos miren hacia otro lado».
Moraleja: En un mundo donde las manchas abundan, el más hábil no es quien evita el lodo, sino quien convence a todos de que nunca lo pisó.