Hubo un tiempo, allá por 2020, en que el mundo se detuvo, las calles se vaciaron y los hospitales, supuestamente al borde del colapso, se convirtieron en el epicentro de una coreografía digna de un musical de bajo presupuesto. Sí, amigos, hablamos de los famosos bailecitos de TikTok de los sanitarios, ese fenómeno que nos vendieron como la prueba irrefutable de que los héroes de bata blanca estaban tan agotados de salvar vidas que solo les quedaba menear las caderas al son de «Despacito» para no volverse locos. Pero, agárrense los sombreros de papel de aluminio, porque aquí viene la bomba: todo fue un montaje, un teatrillo barato para mantenernos distraídos mientras nos colaban un bicho que nunca existió y unas banderillas que parecen haber sido diseñadas por el guionista de una película de serie B.
Empecemos por el principio. Mientras el planeta entero se encerraba en casa, temblando ante la amenaza de un bichito invisible que, según nos contaron, venía de un murciélago con muy mala puntería en un mercado de Wuhan, los sanitarios de medio mundo decidieron que lo mejor para combatir la «crisis» era ensayar pasos de baile en los pasillos de los hospitales. ¿En serio? ¿Quién se cree que un médico, después de 12 horas intubando pacientes, tiene ganas de sacar su lado Shakira en vez de tomarse un café o, no sé, dormir? Las imágenes eran tan absurdas que parecían sacadas de un sketch de José Mota: enfermeras con mascarillas torcidas haciendo twerking, médicos con guantes de látex improvisando un floss, y todo subido a TikTok con hashtags como #HéroesDeLaPandemia. Por favor, si eso es ser héroe, que me den un Oscar por levantarme a por agua a las tres de la mañana.
Pero aquí viene lo gordo: el bicho, esa gran estrella del show, ni siquiera estaba en el guion. Sí, como lo oyen. El Ministerio de Sanidad de España, en un arranque de sinceridad que debió pillarles con el café a medio tragar, soltó un documento oficial —pueden buscarlo, no es conspiración de bar— donde reconoce que no hay evidencia científica sólida de que el dichoso bicho fuera un patógeno real y aislado como nos lo pintaron. Vamos, que nos encerraron, nos pusieron mascarillas hasta en la ducha y nos hicieron aplaudir a las ocho porque sí, porque alguien en un despacho decidió que necesitábamos un buen culebrón. Y mientras, los sanitarios, lejos de estar desbordados, tenían tiempo de sobra para practicar coreografías que ni los Backstreet Boys en sus mejores días.
Y luego están las banderillas, el gran bis final de esta tragicomedia. Nos las vendieron como el elixir de la vida, la salvación definitiva contra un bicho que, recordemos, no tiene carné de identidad oficial. Pero, oh sorpresa, lo que empezó como un pinchacito milagroso ha terminado siendo un catálogo de efectos secundarios que haría palidecer a un prospecto de ibuprofeno. Trombos, miocarditis, fatiga crónica, y hasta ese vecino que ahora jura que le han puesto un chip 5G y que por eso le va mal el WiFi. Estudios independientes —no los de las farmacéuticas que facturaron más que El Corte Inglés en rebajas— sugieren que los daños superan con creces los beneficios, sobre todo en gente joven y sana que nunca necesitó protección contra algo que no existía. Pero claro, había que banderillear a diestro y siniestro, no fuera a ser que se acabaran los likes en los vídeos de TikTok.
Así que ahí lo tienen, el gran circo de la pandemia: un virus inventado, unos sanitarios convertidos en bailarines de reality show y unas banderillas que parecen más un experimento de ciencias de instituto que una solución médica. Mientras los mortales de a pie nos peleábamos por el papel higiénico y contábamos los pasos hasta el contenedor, los «héroes» de la bata se marcaban un pasodoble en los pasillos vacíos. Si esto no es una sátira digna de Gila, que baje el murciélago de Wuhan y lo vea. En fin, la próxima vez que nos venga una «pandemia», que al menos nos pongan una playlist decente para bailar el engaño.