¡Bienvenidos, queridos compatriotas del cabreo crónico! Si estás leyendo esto, probablemente seas uno de esos valientes guerreros de teclado que, cada mañana, se despiertan con el café en una mano y el tuit de «¡Dimisión, Sánchez!» en la otra. O quizás seas de los que gritan en manifestaciones con pancartas que dicen «¡Fuera, mentiroso!» mientras sueñan con que el presidente, cual villano de telenovela, se arrodille y diga: «Tenéis razón, me voy a mi casa a ver Netflix». Spoiler alert: eso no va a pasar. Pedro Sánchez no se va por voluntad propia. Ni por insultos, ni por memes, ni por cadenas de WhatsApp con audios de 5 minutos de tu cuñado el conspiranoico. Va a haber que echarle. Con todas las letras. Como a un inquilino moroso que ha convertido el Palacio de la Moncloa en un Airbnb eterno.
Capítulo 1: El Ritual Diario del Indignado
Imagina la escena: abres Twitter (perdón, X), ves una noticia de Sánchez sonriendo con algún aliado dudoso, y ¡zas! Tu dedo vuela al teclado: «¡Dimisión ya, traidor!». Tus followers te dan likes, retuits, y hasta un «¡Ánimo, patriota!» de ese bot que te sigue desde 2017. Te sientes héroe. Como Gladiator en el Coliseo. Pero, amigo, Sánchez está en su despacho, tomándose un cafelito, pensando: «¿Otro tuit? Qué monos».
Estos rituales son como rezar para que llueva en el desierto. Efectivos cero. Él sabe que los insultos son el pan de cada día. ¡Si hasta los colecciona! Probablemente tenga un álbum en el móvil: «Mejores momentos de odio gratuito». «Mira, amor, este me llama ‘psicópata narcisista’. ¡Qué original!»
Capítulo 2: La Ilusión Óptica de la Dimisión Voluntaria
¿Por qué creemos que se irá solo? Porque en las películas pasa. El malo pierde las elecciones, se disculpa y se exilia a Suiza. Pero esto es España, no Hollywood. Sánchez es como ese ex que no te deja en paz: bloqueas su número, cambia de SIM; lo ignoras, te manda flores. Ha sobrevivido a mociones de censura, pactos con independentistas que harían llorar a un constitucionalista, y hasta a su propio partido diciéndole «vete». ¿Resultado? Sigue ahí, más fresco que una lechuga en nevera de lujo.
Insultarle es como pegarle a un saco de boxeo relleno de gelatina: rebota y te salpica a ti. «¡Corrupto!», gritas. Él: «Gracias por la publicidad gratuita». «¡Dictador!», exclamas. Él: «Mira, otro que me compara con Franco. ¡Clásico!». No se inmuta. Es inmune. Como Superman, pero con corbata y sin capa (aunque a veces parece que lleva una de invisibilidad para los escándalos).
Capítulo 3: La Verdad Incómoda: Hay que Echarle
Aquí viene el plot twist, indignados míos: para que se vaya, no basta con pedirlo. Hay que hacerlo. Votar en masa, unir a la oposición (sí, esa que se pelea más que niños en un patio de recreo), ganar elecciones, y luego, con mayoría absoluta, mandarle a freír espárragos. O mejor: a un retiro forzoso en Doñana, contando ovejas socialistas.
Pero no, seguimos en la fase fácil: el insulto. Es gratis, catártico, y no requiere esfuerzo. ¿Manifestación? Solo si no llueve. ¿Votar? Bueno, si no hay partido del Madrid. Mientras, Sánchez ríe último. Y el que ríe último… bueno, ya sabéis, sigue en el poder.
Epílogo: Consejos para el Indignado Inteligente
Guarda energía: En vez de 50 tuits al día, úsalos para convencer a tu vecino indeciso.
Sé creativo: Si vas a insultar, al menos hazlo con arte. «Sánchez, eres como el WiFi del Congreso: prometes conexión y siempre fallas».
Prepárate para el largo plazo: Él no se va solo. Nosotros sí podemos echarle. Pero requiere más que un hashtag.
En resumen, queridos haters: seguid pidiendo dimisión si os hace felices. Es terapia barata. Pero recordad: Pedro no se irá por arte de magia. Va a haber que empujarle por la puerta. Y para eso, hace falta algo más que palabras bonitas… o feas. ¡Ánimo, España! O al menos, hasta las próximas elecciones.







































